Cada vez estoy más convencido de que si fuésemos más conscientes de nuestras limitaciones y actuásemos en consecuencia, se reducirían, exponencialmente, los problemas en los que vivimos cada día.

Todas las personas tenemos limitaciones, hasta los superhéroes. Tener limitaciones nos hace humanos. El gran error es pensar que esto nos convierte en peores. Resulta evidente que las limitaciones condicionan nuestra vida y, a menudo, subsistimos con obstáculos que nos impiden vivirla como nos gustaría. Una correcta gestión de nuestras limitaciones nos facilitará un día a día más pleno y con más sentido. Lo primero que deberíamos hacer es tomar consciencia de si se trata de una limitación temporal, y por tanto coyuntural, o bien de una estructural, y en segundo lugar tener claro aquellas sobre las que podemos actuar y aquellas sobre las que no. Para trabajar sobre las primeras, la formación y la motivación serán aspectos claves para vencerlas. Sobre las segundas, la aceptación, normalmente, es el camino. Confundir estas dos premisas puede resultar letal porque no hay nada más peligroso que alguien motivado que no sabe aceptar sus limitaciones. Las consecuencias de sus actos pueden ser fatales.

Ante nuestras limitaciones, el miedo tiende a convertirse en un activador inherente a nuestra forma de actuar. Este temor natural, con el que convivimos a diario, nos estará retando, permanentemente, obligándonos a escoger sobre si podremos superarlas o bien no seremos capaces de vencerlas. Tanto una situación como la otra pueden generar disfunciones evidentes en nuestro día a día, pero lo que más me preocupa, y lo que cada vez percibo como un peligro más real, es la concepción de que podremos superar algo que, realmente, no podemos derrocar. Observo, en mi entorno, demasiados hiperventilados, con dificultades para leer, con objetividad, sus limitaciones.

Enlazo este pensamiento con la reflexión que nos brinda la consultora Lorena Rienzi sobre que vivimos en un mundo que premia el movimiento. Nos cuenta que nos han enseñado que la acción es la única respuesta válida cuando, a veces, la mejor jugada es no hacer nada. Nos ofrece el siguiente ejemplo: “En los penaltis, la mayoría de los porteros se lanzan antes de tiempo. Las estadísticas dicen que pararían más si se quedaran quietos un segundo más. Pero resistir el impulso de saltar no es fácil. Nos enseñaron que hacer algo es mejor que no hacer nada, pero la realidad es más compleja”.

Es por ello que, a menudo, en el análisis de nuestras limitaciones, puede originarse un deseo natural de hacer algo para vencerlas cuando no siempre está demostrado que el camino adecuado sea el movimiento. Quizás, lo mejor, ante ciertas evidencias, sea no hacer nada o no hacerlo en ese momento. La impulsividad compulsiva, casi enfermiza, que se manifiesta en muchos entornos profesionales sobre la necesidad de actuar constantemente nos puede arrojar al abismo del fracaso. Para pensar, analizar y organizar, necesitamos tiempo; para definir una estrategia, necesitamos pausa y, posiblemente, silencio.