“El uso continuado de las nuevas tecnologías, y especialmente de las redes sociales, por los adolescentes puede generar aislamiento social al dejar de realizar actividades con los grupos sociales de pertenencia y con ello, pueden verse afectadas las habilidades sociales, imprescindibles para muchos ámbitos”. Se trata de otra de las conclusiones del informe que presentó Unicef a finales de 2021 en el que, posiblemente, sea el estudio más extenso y detallado que se conoce (se consultó a más de 50.000 jóvenes) sobre el uso de las tecnologías. Si a esto añadimos los últimos datos sobre el espectacular incremento de la telenofobia (pánico a coger el teléfono) entre nuestros jóvenes y el miedo a hablar en público entre los adolescentes, el panorama no resulta alentador.
Escribo estas palabras con más pena que alegría porque me preocupan especialmente estos datos después de haber aplaudido, indiscriminadamente y durante mucho tiempo, las bondades que suponían las redes sociales para nuestro progreso social. No he sido, ni quiero ser apocalíptico, porque resulta evidente que tienen un número incontable de beneficios, pero este detallado informe resulta tan clarividente que es imposible no tenerlo en cuenta.
En cualquier reto, y el uso de las redes y los medios sociales en nuestra sociedad supone uno de los grandes desafíos globales que hemos enfrentado en las últimas décadas, la relación de pros y contras debe ser balanceada antes de añadirnos al mismo de forma entusiasta. Y no sé exactamente cómo, pero mediante el análisis de los resultados obtenidos de múltiples estudios e informes he ido configurando la idea de que en algo nos equivocamos al incorporar, acríticamente, estas nuevas formas de comunicación en nuestra vida. No sé si fue el cómo, el qué, el cuándo o el por qué, pero tengo la impresión que la implantación de las redes sociales entre nuestros jóvenes, y también entre los no tan jóvenes, tiene más errores que virtudes y que algo de lo que hicimos no lo hicimos correctamente.
Lo más dramático de esta situación es que, muy posiblemente, algunas de sus consecuencias sean irreparables. La mayoría de las investigaciones, y el de Unicef va en la misma línea, nos presentan una generación más incapaz que la anterior para la interacción humana presencial. Vaya, que a la vez que han incrementado su capacidad de interacción tecnológica han disminuido la habilidad para relacionarse cara a cara. Algunos querrán ver en esto una ventaja, pero el que escribe no sabe ver, a esta situación, más que inconvenientes. ¿Cómo puede ser positivo que cada vez existan más personas con más dificultades para transmitir, mirando a los ojos de sus interlocutores, sus emociones y sentimientos? ¿No es este el gran elemento diferenciador del género humano? Pues eso, tenemos un gran problema.
Además, la situación recae sobre una generación que ya tenía el amargo privilegio de ser la primera de la historia que globalmente progresaría menos que la anterior. ¡Pues solo le faltaba eso!
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