Desde hace algunos días asisto a una situación que cómo periodista no deja de sorprenderme. De hecho, me tiene atónito. Durante las últimas semanas me desplazo cada mañana en un autobús de línea regular hasta una empresa de servicios en la que estoy participando de una formación corporativa. En ambos casos (línea regular y empresa) se ha llegado a un acuerdo con distintas empresas periodísticas para ofrecer, de forma gratuita, el periódico (habitualmente de pago) a usuarios y clientes. Se trata, en principio, de un aliciente para todos aquellos que utilicen el servicio público regular de autobús o para aquellos que se desplacen hasta la empresa en cuestión para adquirir algunos de los servicios de ofrece. ¿Pero cuál es mi sorpresa? Pues que a pesar de la gratuidad sólo tres de cada diez personas cogen el periódico (me he permitido hacer una estadística diaria). Y puedo asegurar que no será porque no se vea ya que en cada uno de los casos los periódicos están situados en espacios destacadísimos en la entrada del autobús o de la empresa.
Para un ávido lector y comprador de periódicos como yo se trata de una sorpresa mayúscula. La gente no los quiere ni regalados. Me consuelo pensando que la mayoría de los ciudadanos los consumen en dispositivos digitales pero las cifras de consumo digital de los principales periódicos de mi país no aportan datos de consumo espectaculares que ayuden a comprender la situación.
Evidentemente, el sentido crítico me obliga a preguntarme que es lo que no hemos hecho bien los periodistas para que la gente no quiera el periódico ni regalado o cuál es el rol social en el que la ciudadanía coloca a día de hoy a la prensa como agente de salubridad democrática imprescindible hace unos años o, ¿es que el mundo ha cambiado tanto que el rol que antes jugaba la prensa hoy lo asumen otros medios o servicios?
O somos capaces de resolver con espíritu crítico estas y otras importantes cuestiones que nos afectan o auguro un futuro para la prensa más corto del que pensamos.
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