Cada vez me cuesta más de entender las quejas reiteradas y ostentosas de algunos jugadores de futbol que después de haber realizado una falta de una claridad meridiana se quejan al árbitro con tanta seguridad como si ellos no hubiesen estado allí. Igualmente me resulta de una cierta complejidad de comprensión la manifestación reiterada de apoyo a la queja de muchos de los aficionados que siguen el partido o la transmisión. ¿Qué deben pensar después cuándo por televisión ven la falta repetida y se dan cuenta que no ha existido? ¿Deben pensar que han hecho un ridículo espantoso? Creo que no. Normalmente lo que hace nuestro cerebro (lo sitúo como algo ajeno a nosotros mismos porque así seguramente tendremos una excusa mejor: la culpa no es nuestra) es buscar razones para justificar la acción. Razones y excusas que en un análisis frío y distante emocionalmente tienden a ser ridículas y hasta patéticas pero que en el contexto nos parecen de gran mérito y hasta las aplaudimos.
Me aplico el mismo sistema para analizar las situaciones más comunes que nos rodean: un conflicto laboral, un problema personal, la crisis económica… ¿Cuál es la constante? Siempre es culpa del otro y siempre manifestamos las más enérgicas protestas ante la situación. Nosotros no tenemos nada que ver. Siempre somos víctimas y nunca tenemos la culpa de nada. La consecuencia: el mundo es malo, los otros siempre nos perjudican y el relato de la queja se instala en nuestra vida.
Pero ¿Y si una parte de la culpa fuese nuestra? ¿Y si parte de lo que pasa no fuera solo culpa del otro? Esto cambiaría radicalmente el punto de vista desde el que nos presentamos ante la existencia. Sea como ejercicio o como reto hecho con la mínima capacidad crítica que debemos exigirnos como personas nos ofrecerá un panorama nuevo a nuestra vida. ¡¡Inténtenlo!!
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